domingo, 27 de julio de 2008

EL BOLÍGRAFO - Relato-reflexión

EL BOLÍGRAFO

A Laura, Rodi y Magari

Ante la inevitable necesidad de disponer del elemento con el que haría posible las urgencias de quitar de mi mente palabra por palabra, transformarlas en frases y en suma, desarrollar el pensamiento en una hoja, mi cerebro se devanaba y por momentos me ajusticiaba por el descuido hecho ausencia.
Padecía la inquietud del olvido; un olvido torpe y absurdo.
La costumbre me había colocado en esa posición.
Todo mi cuerpo protestaba. La mente había utilizado muy bien sus recursos naturales para tender sus redes y apoderarse de él. La reprobación silenciosa fastidiaba hasta sacarme de quicio.
Si tan solo tranquilizara la mente, lograría un resultado favorable. Puse manos a la obra y finalmente lo conseguí.
Había pasado por el local para recoger hojas y bolígrafo, ya que al despertar sentía dentro de mí las contracciones conocidas de la creatividad que pujaban por ver la luz.
La idea era leer todo y remarcar las partes que me resultaran interesantes del diario dominical. Opinar con textos en sus contornos libres y posteriormente, según mi inquietud u ocurrencia, escribir las hojas en blanco que acondicionaba en mi carpeta.
Hojas y bolígrafo fue lo primero que preparé al entrar al local para después salir. Pero he aquí el problema. Cerré y partí. Cuando ya había recorrido un trecho, volví sobre mis pasos porque olvidaba la correa de Pachi. Nuevamente la llave, la primera puerta y después la segunda, las luces, para después darme cuenta que la correa no estaba en el local. Había quedado en el departamento. Partí nuevamente, pero con la intención de seguir camino. No era tan importante. No subiría al departamento a buscarla. Pachi estaba lo bastante bien enseñada como para hacer un buen papel. De hecho siempre lo hizo. Pero lo que más pesaba en todo este enredo, era que no tenía ganas de ir en su búsqueda, porque me urgía recorrer los metros hasta la confitería, ocupar una mesa y disfrutar del sol. Que alguien se adelantase y quitase la mejor ubicación, era una idea que me intranquilizaba y privaba de hacer lo correcto o concentrarme. Reconocía en esto una torpeza, pero no lograba sustraerme.
El tiempo tirano ajustaba sus pasos en un rítmico e inalterable andar.
Compré el diario, seguí hasta Uno y ocupé la mesa sobre la ancha vereda bañada por la sutil calidez del sol de fines de julio. Apenas había pasado una hora del mediodía.
Fue ahí, después de desayunar y disponerme a leer el matutino, que noté las faltas… Ni papel, ni bolígrafo. Esto último me puso furioso por mi distracción. Todo había quedado en el local cuando entré por segunda vez, y en el apuro por llegar sin pérdida de tiempo, olvidé tontamente los elementos más útiles de los que debía valerme para desarrollar mi inquietud.
En ese momento me odié.
Los minutos pasaban mientras intentaba concentrarme en la lectura.
Inconscientemente vacilaba entre acercarme al kiosco, del que me separaban apenas 50 metros, o permanecer en el privilegiado lugar. Lejano para un punto de vista y cercano para otro.
Reiteradamente giré la cabeza hacia ese lugar malsano, pervertido, odiado y necesitado, por no estar aquí, a mi lado… Y varias veces desestimé la idea.
Estaba tan cerca que con estirar el brazo casi lo hubiese alcanzado, pero en las condiciones en las que me desenvolvía, la distancia era una eternidad.
Mi necesidad se acrecentaba con peligro de transformarse en obsesión.
Mi cabeza continuaba el rítmico girar en torno hacia él sin decidir qué hacer. Sobre una silla, la campera, un abrigo, la bufanda. Sobre la mesa, el material, el diario y restos del desayuno. La realidad no pintaba como para dejar estos elementos solos y alejarme aquellos 50 metros. En los cálculos que manejaba con el reloj en mano, cronometrando posible tiempo, corría el riesgo de que mis pertenencias desaparecieran en las manos de algún oportunista entre el gentío que pululaba por la avenida. Nada brindaba garantía. Los vecinos de mesa, enfrascados en lo suyo o aletargados en la somnolencia que producían los rayos del sol. Conocidos, ninguno; y yo desesperado porque todo lo tenía ahí. Me sentía en vena. A punto de parir y me faltaba el bebé.
Acelerar mis pasos en esos cien metros entre ida y vuelta, era demasiado tiempo. Era una cuadra con visión de media. Sería un constante volver la cabeza hacia la mesa durante el trayecto, perdiendo parte del tiempo calculado. Y en el caso de verme apremiado por algún personaje con deseos de adueñarse de mis cosas, me vería obligado a regresar rápidamente, y para colmo, con las manos vacías, sin tan siquiera cumplir con el cometido. Pero, también… ¿Si ese alguien tomara lo que no es suyo y partiera en sentido contrario al mío? Tamaño disgusto me llevaría, y la apremiante situación no me dejaría pensar y mucho menos escribir. Seguramente volvería insultándome sobre cada baldosa… Y yo no estaba en condiciones de perder nada de lo que poseía.
¡El mozo!… ¡Pero cómo no se me ocurrió antes! Él debe tener una lapicera y normalmente los mozos prestan sus bolígrafos a los clientes.
¿Por qué prestarán los mozos sus bolígrafos a los clientes?… Según he visto, la mayoría se “olvida” de devolverlos… Pero el mozo continúa prestando su bolígrafo. ¡Estoica figura la del mozo!
Ciertamente, clavé la vista en la puerta de salida del bar para atraparlo ni bien apareciera; más este se hacía desear.
Las mesas lamentablemente estaban todas servidas, y no había recambios. Los mozos estaban adentro… Ninguno miraba hacia el lugar, no se les ocurría levantar la cabeza y acudir a mi necesidad. Cada cuál atendía su juego y yo me perdía en las perturbaciones de lo inconexo e incongruente de una situación límite y sin salida.
Y el mozo no aparecía… Cuando lo hizo en una oportunidad, solo pude verle la espalda al regresar hacia el interior. Gritarle, chistarle, silbarle, no era nada gratificante para ninguno de los dos y menos para los que estaban sobre la vereda; amén de que aquel llamado, difícilmente llegaría a sus oídos por el infernal ruido que dejaba la avenida Rivadavia a esa hora. Además de autos y colectivos, se sumaba un grupo de obreros que, indiferentes a las molestias que causaban, no hacían otra cosa que cortar con sierra circular, trozos de baldosas a la par de la mesa que ocupaba, levantando un infernal polvo que por momentos hacía insoportable la respiración, sin mencionar el aturdidor ruido que producían.
No. Definitivamente el mozo también estaba ajeno en la consigna de ese domingo que jugaba conmigo desde que me levantara… ¡Y yo que me había envanecido por mis deseos de escribir! Estos desbordaban la quietud de los dedos.
A ver… ¿Y si tomo las prendas y voy hasta el quiosco, adquiero el bolígrafo y regreso al instante?
No. Seguramente, en ese ínterin, el quiosquero demoraría la búsqueda, si es que tuviese, para después demorar un poco más en darme el vuelto. Y cuando regresase a la mesa, esta ya estaría ocupada con otros personajes.
Pero… ¡Qué suerte doblada la mía!… Ninguna salida.
Rodeado de mi propia molestia, continué desestimando ideas para agenciarme de un bolígrafo; pero…, no las archivé.
Pasaba el tiempo en la incoherencia de mis planteos; el esfuerzo de concentración en la lectura, era nulo. Ya me sentía desahuciado y el malhumor se prendía con arañazos desde el interior en mí cuerpo. Nuevamente la presión del olvido y ninguna solución. Más “cuando la noche al fin cae, una luz aunque lejos, siempre se enciende”… Un sonido diferente llegó a mis oídos. De la nada. Desde el mismo espacio de mis pedidos, deseos o necesidades, ese sonido se convirtió en ondas sonoras proyectadas a mi espalda, golpeando mis sentidos, invadiendo el resto de mi ser, estrellándose en el muro de mi absurdo y recreando a su vez la claridad de una solución.
Giré la cabeza y mis ojos observaron incrédulos una mano pálida y venosa, delgada, ajada y huesuda, de largos dedos que culminaban en prolijas uñas suavemente maquilladas extendiéndose hacia mí; mientras, la tarde terminaba de nacer entre el bullicio de la gente y todo lo que aturdía: motores, bocinazos, el repiqueteo de la percutora sobre la vereda y la sierra funcionando ahora, merced a mis quejas, sobre el camión.
Ella estaba ahí, con su blanca y surcada mano. Con la palma hacia arriba y sus largos dedos extendidos, mostraba su ofrecimiento a la vez que pronunciaba un mensaje bien audible:
•¿Un bolígrafo por un peso, señor?…
Y como quien no entiende, como quien ha sido tomado de sorpresa sin darle el tiempo para sintonizar la misma onda, arqueé las cejas, y mi rostro debe haber mostrado algún gesto de incredulidad, porque la voz cascada y desprolija, repitió segura la misma frase: …
•¿Un bolígrafo por un peso, señor?…
La anciana prodigó a mis ojos al momento, sus miradas de muchos tiempos, tristezas e indiferencias. Miradas con las arrugas de antiguas luchas, pedidos, carencias y desidias. Ella ofrecía mansamente su producto… ¿Su ilusión?… Sobrevivir con sus magros beneficios. Cubrir total o parcialmente sus necesidades. Ella está abandonada. Cada arruga de su rostro, cada pliegue en su mirada, acusa con su dedo justiciero, las falacias y falencias de impropios dirigentes. Ella está desprotegida y descuidada por los principios, los respetos, los derechos, la educación y los valores humanos.
Le negaron existencia a sus necesidades de vieja, obligándola a mostrar las carencias con un bolígrafo verde y regordete en su blanca y temblorosa mano.
•¿Un bolígrafo por un peso, señor?…
Había murmurado, enmarcando su voz con una mirada vacía en el hueco de sus ojos y mostrando un referente de los sufrimientos y abandonos premeditados por las altas investiduras de indolentes.
Ella estaba ahí, a mi espalda y con sus manos extendidas. En una ofrecía un bolígrafo, en la otra, más de lo mismo, incluyendo bolígrafos.
Ella estaba ahí…, impedida de disfrutar su vejez por derecho propio, en la tranquilidad de un hogar sostenido por el sacrificio de los años, cuyos frutos desaparecieron de una u otra forma por los descuidos oportunos de nuestros elegidos gobernantes.
¿Se corporizó en función de mis necesidades? ¿Fue tan potente y con tamaña energía la proyección de mis deseos, que le dieron la materia? ¿Era necesario utilizar sus formas para acercar el bolígrafo deseado? ¿Es posible que un deseo, al ser proyectado al espacio, tome forma y se corporice?
Hasta donde dan mis conocimientos, por ley natural, desconozco esta posibilidad. Más allá, no sé.
¿Se creó esta necesidad premeditada por el descuido o el olvido, para ajustar la aparición de la anciana?
¿Qué es lo primero?… ¿El olvido o la necesidad? ¿Un pasaje obligado de la anciana, o un ensamble obligado por fuerzas conjuntas que se encastran en el espacio?
Y más tarde… ¿Lo hice por caridad o por necesidad? Creo que lo único que me impulsó a comprarlo, fue tan solo mi necesidad.
Nada le importa a mi espíritu del resultado que arrojen otros en su análisis diciendo
•‘… Cada gesto es el producto de otro gesto’. –No importa, no fue mi intención-
Su voz sonó a mi espalda; cuando giré la cabeza, con su mano extendida, ofreció lo que yo deseaba.
¿Fue un pedido de la Vida para no detener yo mi marcha?… ¿Para que siga trasmitiendo pensamientos e ideas con la esperanza que estos se esparzan por los tiempos?… ¿Para que no amordace las voces que golpean y gritan, generando nuevas voces en pos de nuevos oídos, produciendo cambios?… Y si así fuera… ¿Por qué eligió a una anciana en lugar de un niño, joven, hombre o tan simplemente, un conocido? ¿Es también un indicio la realidad que mostraba la portadora, para que me asiera a su imagen absoluta y escribiese denunciando los males del hombre y sus aberraciones? ¿Es también un indicio la realidad que mostraba para aferrarme a ella y escribir basándome en la caída del hombre investido, negándose paulatinamente en el barro pútrido y maloliente de su ambición y poder? ¿Fue un hada o un ángel personificado en esa anciana, para satisfacer solo una ansiedad personal en premio por algún cometido justo? ¿O simplemente fue una anciana que vendía bolígrafos para poder comer y yo estaba justo ahí, necesitándolo y no era necesario tener que levantarme para conseguir lo que había omitido al salir de mi negocio?
Lo cierto es que quedé satisfecho como una criatura que desea un dulce, y obtenido éste, pega media vuelta y continúa en su propio juego, ajena completamente a su entorno. Esa fue mi actitud.
La anciana siguió su camino, vendiendo o tal vez desmaterializándose. Nunca lo sabré. No recuerdo haber agradecido su actitud. Es probable que ella, en sus costumbres, conservara la educación provista de buena familia, o tan solo por ser una constante de la venta callejera, haya agradecido mi magra compra.
Hasta ahora no había sentido la necesidad de verla partir o, antes de eso, hablar con ella. Intercambiar palabras. Invitarla a sentarse y tomar un café en mi compañía. ¡No!… No lo sentí… Y lo lamento. Dejó un mar de interrogantes en mis pensamientos. Tal vez, es egoísmo de mi parte.
¿Fue ángel, hada o simplemente anciana?… Jamás lo sabré.

Nota:
El original de este relato fue escrito sobre las zonas libres de la revista dominical, con el bolígrafo que dejó en mis manos aquella señora anciana, a cambio de un peso… ¿Fue así?… ¿O tal vez por sabedora me acercó el bolígrafo para que este relato dejara sentada una denuncia más, de una situación social reconocida por todos y aceptada seriamente por ninguno?
Lo sorprendente de este hecho: el bolígrafo se quedó sin tinta al finalizar el escrito.
Curioso… ¿No?

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